
El escándalo en la Agencia Nacional de Discapacidad no es un caso más de corrupción administrativa: es un golpe directo al corazón del gobierno de Javier Milei. Porque en un proyecto político que se sostiene sobre la idea de la eficiencia, la transparencia y la reducción del gasto público, encontrar irregularidades en un área tan sensible como la de las personas con discapacidad expone la fragilidad de sus cimientos.
No se trata solamente de números o de papeles mal firmados: se trata de un Estado que, mientras predica austeridad, es incapaz de garantizar un mínimo de cuidado en un sector donde no hay margen para la indiferencia. Allí donde se debe poner la máxima sensibilidad, aparece la desprolijidad y la sospecha de negocios que contradicen el discurso oficial.
El kirchnerismo, con décadas de experiencia en lidiar —y muchas veces padecer— causas judiciales y escándalos de gestión, sabe muy bien cómo se juegan estas batallas. No ignora la gravedad del asunto, pero lo utiliza políticamente: convierte la denuncia en un arma, no tanto para defender a las personas con discapacidad sino para atravesar de lado a lado a un gobierno que llegó prometiendo una revolución ética.
La pregunta que queda abierta es si Milei entiende que lo que está en juego no es un funcionario más ni un expediente mal manejado. Es el valor simbólico de un gobierno que pone en duda su capacidad de sostener lo que predica. La política argentina ya ha demostrado que puede acostumbrarse a convivir con la corrupción, pero la sociedad no siempre perdona cuando esa corrupción afecta a los más vulnerables.