
En la Argentina, el conflicto rara vez aparece como una instancia a resolver; más bien se convierte en un escenario a sostener. Ante el primer desacuerdo, la reacción casi automática suele ser el paro, la movilización, el corte o la paralización de actividades. No como último recurso, sino como primer reflejo. La pregunta es inevitable: ¿por qué discutir implica, casi siempre, afectar a terceros?
En otros países —no ideales, pero sí más racionales en este aspecto— los conflictos laborales, sociales o políticos se canalizan primero por vías institucionales: negociación, mediación, arbitraje, cumplimiento de plazos y responsabilidades. Las medidas de fuerza existen, pero son excepcionales, escalonadas y, sobre todo, pensadas como herramientas finales cuando todo lo demás fracasó. En la Argentina, en cambio, pareciera que el conflicto necesita ser visible, ruidoso y disruptivo para adquirir legitimidad.
Esta lógica tiene raíces profundas. Durante décadas, el paro y la movilización se consolidaron como mecanismos eficaces para obtener respuestas rápidas de un Estado débil, improvisado o temeroso del costo político. Así, la protesta dejó de ser una herramienta extraordinaria para transformarse en método habitual de presión. El resultado es una sociedad rehén de conflictos ajenos: trabajadores que no pueden llegar a sus empleos, estudiantes que pierden clases, pacientes que ven suspendidos turnos, comercios que no abren.
El problema no es la protesta en sí, que es un derecho democrático irrenunciable, sino su uso automático y desmedido. Cuando toda discusión empieza con la amenaza de paralizar, negociar deja de ser un ejercicio de racionalidad y se convierte en un juego de fuerzas. Gana el que más daño colateral genera, no el que tiene mejores argumentos.
A esto se suma una dirigencia —política, sindical y social— que muchas veces encuentra en el conflicto permanente una forma de conservar poder, visibilidad o identidad. Resolver implica ceder, acordar y, sobre todo, hacerse cargo. Mantener el conflicto, en cambio, permite culpar siempre a otro.
Mientras no se recupere el valor del diálogo previo, de las reglas claras y del respeto por quienes no forman parte directa del problema, la Argentina seguirá atrapada en esta paradoja: un país que reclama soluciones, pero que parece organizarse para que los conflictos nunca se cierren del todo. Resolver exige madurez institucional; sostener el conflicto solo perpetúa el desgaste colectivo.


