
La sentencia en el caso Sena no solo cierra un proceso judicial cargado de evidencias, testimonios y un seguimiento público inusual; también vuelve a dejar expuesta la fractura emocional y política que atraviesa a la Argentina. El fallo, más allá de la letra fría de la Justicia, se convirtió en un espejo incómodo: cada sector leyó la condena o la absolución parcial desde su propio lente ideológico, como si la verdad fuera un territorio partidario. La reacción social lo demuestra. Para una parte de la ciudadanía, la sentencia es una señal de que las instituciones todavía pueden funcionar pese a la presión, la manipulación o el ruido mediático. Para otros, es exactamente lo contrario: un símbolo de la desconfianza arraigada en un sistema judicial que creen permeable a intereses políticos, de poder o de agenda. Y entre ambos extremos, una mayoría silenciosa observa con distancia, agotada de que incluso los casos más dolorosos terminen absorbidos por la grieta. Porque lo que subyace no es solo un juicio: es la imposibilidad de construir un consenso mínimo sobre hechos que deberían unirnos en la demanda de verdad y justicia. La discusión pública se volvió un ring donde todo se interpreta a partir de identidades políticas rígidas. No hay espacio para la duda, para la pregunta, para la evaluación imparcial. O sos de un lado o sos del otro. Y si no sos de ninguno, igual te arrastran. La Argentina hace años que discute realidades paralelas. Esta sentencia vuelve a demostrarlo: un sector la aplaude como ejemplo, otro la rechaza rotundamente, y ambos se atrincheran en certezas absolutas. La conversación pública se tensiona, no por la profundidad de los argumentos, sino por la necesidad constante de ganar la discusión. Sin embargo, hay una dimensión que a menudo queda relegada: las víctimas y su entorno. El dolor real queda eclipsado por el ruido simbólico. La indignación colectiva, genuina o instrumentalizada, se superpone a la búsqueda de justicia y reparación. El desafío ahora es no permitir que este caso termine reduciéndose a munición política. La sentencia a los Sena debería ser un punto de inflexión para preguntarnos por qué nos cuesta tanto coincidir en lo esencial: que los delitos deben investigarse con rigor, que las responsabilidades deben probarse, y que la Justicia debe ser equidistante del poder y del odio. Si ni siquiera en hechos tan concretos podemos encontrar un hilo común, la Argentina corre el riesgo de convivir permanentemente en una ruptura que nos impide construir acuerdos básicos. La Justicia habló; lo que falta definir es si la sociedad está dispuesta a escuchar más allá de sus propias trincheras.


