Aumentos salariales que caen mal

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 Por Sebastián Silenzi

La política argentina vuelve a quedar atrapada en su propio espejo. Mientras el salario de los senadores aumenta, la distancia con la realidad cotidiana de la mayoría de los argentinos se ensancha todavía más. Es un gesto que, más allá de las justificaciones técnicas o administrativas, golpea fuerte en la sensibilidad social: en un país donde los sueldos mínimos no alcanzan para llenar el changuito, cualquier privilegio encierra un mensaje de desconexión.

El rechazo es comprensible. La gente mira a sus representantes y no encuentra un reflejo, sino un contraste. Ese contraste explica, en parte, el fenómeno Milei: un presidente que, más allá de las críticas a su estilo, capitaliza el hartazgo hacia una política que parece cuidarse más a sí misma que al pueblo al que debería representar.

El aumento no es solo un número: es un símbolo. Y los símbolos pesan. En este contexto, cada decisión que aleja a los legisladores de la calle, cada voto que refuerza la percepción de privilegio, se traduce en más bronca, más desconfianza y más terreno fértil para discursos que cuestionan a toda la dirigencia. Reflexionar sobre esto no significa negar la necesidad de un Congreso fuerte y representativo. Significa advertir que, sin gestos de austeridad y sintonía fina con la sociedad, el poder político se queda sin legitimidad. Y cuando la legitimidad se erosiona, lo que queda no es el vacío: lo que queda es el rechazo.